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sábado, 18 de diciembre de 2010

Hombres honestos, a carta cabal

Extraños son los caminos por los que transitan los recuerdos en nuestra memoria. Rostros, nombres, sucesos, palabras, fechas e historias que forman parte de nuestras vidas vagan indefectiblemente por nuestro cerebro, pero sólo unos pocos se fijan en algunas de sus circunvoluciones, anclándose entre sus pliegues y enquistándose entre sus surcos y fisuras. Y allí --agazapados-- permanecen, para que en ellos podamos solazarnos o a ellos queramos acudir cuando de no olvidar injustos e inexplicables agravios viejos se trate.
Porque, ¿qué otro sentimiento, sino el de agravio, puede embargar el espíritu de un pequeño de casi seis años cuando se sabe distinto a los demás chicos de la escuela y de la calle, por ser el hijo de un rojo preso en la cárcel? El niño apenas sabe de su padre, pues de él sólo conoce las borrosas facciones que pueden malentreverse en una antigua fotografía de cuando fue llamado a filas para servir en el ejército, antes de la guerra. Pero entiende --porque así se lo ha mentado su madre a media voz-- que es un hombre a carta cabal, intachable, serio y honrado. Y que pronto, según ella le insiste, volverá a casa, si quiere Dios y consienten sus crueles captores.
Pero mientras, madre e hijo esperan, unas veces resignados, y desesperan, otras con amargura, porque la injusticia llegue a término. Mas esta semana parece diferente. Desde el domingo, la madre lleva horas atareada empaquetando con guita de cáñamo una vieja maleta de cartón con el asa rota, llena ya con varias mudas de ropa interior, un viejo sueter de grueso cuello alto preciso --y precioso-- para el duro invierno que ha de avecinarse, varios saquitos de harina de almorta y de garbanzos y dos o tres piezas pequeñas de chacina curada del pueblo. Además, la madre ha ensogado una fuerte cuerda en torno al voluminoso rollo de un petate limpio de parasitos, que substituirá a la provisoria cama de urgencia sobre la que mal duerme el marido, poco más que un fino cobertor de tres o cuatro centímetros de espesor plagado de liendres y piojos. A todas luces, un humilde y exiguo fardo que a tenor de los meses de privaciones que su dificultoso atesoramiento paulatino ha representado a la pequeña familia, a buen seguro debiera suponer algún alivio al sufrido preso.
En días previos y atendiendo a las indicaciones de su madre, del almanaque que está colgado sobre la alacena que se encuentra junto a la cocina de hierro el chico fue arrancando hojas hasta situarse en el jueves 24 de septiembre. Supo así el niño que hoy es el día de la Virgen de la Merced, patrona de los presos, y que bajo su advocación los guardianes toleran que en esta fecha los prisioneros, tras la misa y los saludos de rigor a Franco y al Glorioso Movimiento Nacional, puedan convivir con sus esposas e hijos durante un par de horas.
Y son esas horas, 70 años después, las que el niño guarda celosamente entre sus recuerdos como algo nítido, indeleble y grabado a fuego en su inocente memoria. El chico de entonces, llamado Eugeni de Domingo, rememora hoy vívidamente cómo a sus casi seis años le impresionaron pavorosamente las tétricas galerías de piedra, frías y obscuras, del Fuerte de San Cristóbal, en el monte de Ezkaba aledaño a la fría ciudad de Pamplona. Allí vio cómo sobre sus gélidos suelos los presos tendían unas finas mantas que hacían las veces de patético jergón. Y poco más allá, pudo observar cómo multitud de presos descompuestos se aliviaban con premura en el interior de una pequeña nave infecta, sin puertas y sin intimidad que hacía las veces de infrahumana letrina carente de alcantarillado, evacuando descontroladamente el resultado de la desacostumbrada ingesta de un rancho ligera y muy excepcionalmente enriquecido, quizás con un pequeño trozo de magro y un achicoriado cafe endulzado con una pizca de azucar.
Niños impresionados por estas tristes imágenes y presos apesadumbrados por el insuperable miedo posaron para esta fotografía, copias de la cual también habrían de servir como prueba de vida para aquellas familias de prisioneros que por su lejanía y carencia de medios no pudieron destacarse hasta Pamplona en aquella jornada de septiembre de 1942.


Hoy es 20 de diciembre del año 2010, 70 años después de aquella espantosa tragedia provocada por unos funcionarios armados y unos burgueses inmisericordes, traidores a su Constitución y a su Gobierno. Con esta fotografía --que reproduce en blanco y negro las vívidas imágenes que el 24 de septiembre de 1942 impregnaron los recuerdos de un niño-- Eugeni de Domingo desea dignificar la memoria de su padre, Gregorio de Domingo Juarros, un hombre honesto que a pesar de carecer de filiación y simpatías políticas fue detenido la misma jornada del golpe de Estado, mediada la tarde del 18 de julio de 1936, a los 24 años de edad. Junto con su cuñado Gabino Cristóbal, ambos fueron hechos presos aquel día en la ciudad de Valladolid, enjuiciados por una jurisdicción ilegal, condenados por delitos inexistentes y trasladados más tarde a la prisión de San Cristóbal.
A los pocas semanas de haber sido tomada la instantánea, Gregorio de Domingo y Gabino Cristóbal fueron nuevamente trasladados, en este caso a la prisión de Ponferrada, localidad capitalina de la comarca del Bierzo, en León. Meses después y ya en 1943, fueron liberados condicionalmente y con destierro, tras siete años de secuestro, retención, torturas, malos tratos y privación de libertad ilegal e injustificada. Gregorio de Domingo murió el 27 de diciembre de 1968, a los 56 años. Hasta el último de sus días rememoró estremecido los padecimientos sufridos en las prisiones franquistas.

Hoy, Eugeni, una persona honesta, hijo de un hombre a carta cabal, nos cuenta: "Yo soy de los que están sentados sobre los hombros de su padre, el segundo niño por la izquierda. Los otros niños de la fotografía han de ser algunos como yo, muy mayores; ojalá haya alguno que hubiera abrazado a su padre a su salida en 1943 y que la vida les haya ido bien. Espero que les pueda servir para algo. Quizás la divulgación de la imagen les permitan reconocerse".