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lunes, 16 de febrero de 2015

La música, arma para sobrevivir en los mataderos franquistas: La Memoria al servicio de la Justicia. Día 47


Aguánteseme el rollo, pero déjeseme decir que la vida es un entreverado laberinto, la Historia un puro enredo y a cada momento el Arquitecto Universal nos ofrece muestras de su afición por el embrollo y la confusión, por la casualidad y la serendipia. El Caos parece ser quien vertebra el guión de la existencia, pero luego el Destino ordena la entropia y nos encauza a nuevos meandros insospechados, evidentes a veces o leves y tenues cual tela de araña, como es el del caso que voy a relatar. Inicio mi viaje ribereño por Sabatini, nacido en Parlermo a principios del XVIII. A caballo entre una interpretación ecléctica del barroco más tardío y un uso ortodoxo del neoclasicismo, distingo al siciliano Francesco por su maestría arquitectónica en Nápoles y en España. Admirado y llamado por Carlos de Borbón, luego tercero de España e hijo de la Ilustración, Sabatini se dejó caer por Madrid o por Aranjuez y en la que era capital levantó la Puerta de San Vicente, la Casa de la Aduana, el Hospital de San Carlos, la universal Puerta de Alcalá y finiquitó el Palacio Real. Más de un incauto podría pensar --como yo-- que en su afán enciclopedista Sabatini se afanó en consagrar los jardines aledaños a este señalado sitio, para darles eterno nombre acorde a su visión clasicista del arte y de la cultura dieciochesca, basada en la elegancia del ángulo, la discreción de la perpendicularidad y las líneas clásicas inspiradas en filósofos y arquitectos grecolatinos de 17 siglos antes. Cuando escucho el evocador passacalle noctuno de Boccherini por las calles de Madrid, me figuro siempre a Sabatini pergeñando su diseño paisajístico para agrado del Borbón.




Pero no, no fue así pues los jardines fueron construídos 250 años después por el legal Gobierno de la II República Española y por el Ayuntamiento de Madrid en terrenos justamente incautados al que fuera Patrimonio Real. Mas enderecemos el meandro y canalicémoslo por nuevas madres. Sabatini se hartó a edificar y diseñar y llevó sus artes constructivas hasta los Reales Sitios de Aranjuez. Allí, erigió en 1770 el sobrio e imponente Convento de San Pascual. Neoclásico, elegante y a pesar de su grandeza, discreto, el franciscano edificio asombraba por sus proporcionadas fachadas y por sus pinturas de Mengs y Tiépolo. Quizás en su contemplación, quizás no, se ensimismaran los presos republicanos que allí fueron enclaustrados al término de la mal llamada guerra civil. Primero como campo de concentración fascista, luego como prisión militar del Ejército de Ocupación de la Primera Región Militar y finalmente como Prisión Especial de Mujeres comandada por la que fuera perversa directora del penal femenino de Oropesa, los y las antifranquistas, izquierdistas, tibios e insumisos fueron allí secuestrados, encerrados, torturados, amedrentados y aniquilados, muchos asesinados y otros destruídos espiritualmente.

Ángel  Monzón Castaño, fila inferior, tercero por la derecha en la prisión del Convento de San Pascual, Aranjuez, Madrid. 1940.

Uno de ellos fue Ángel Monzón Castaño. Su historia es una de tantas cientos de miles, millones. Leal a la República y fiel a sus ideas, Ángel luchó contra los traidores alzados en diferentes frentes alcanzando el rango de sargento y suboficial. Condenado a muerte tras la guerra porque en el curso de una guardia de su responsabilidad un desertor fue abatido por uno de los centinelas a su cargo, Monzón fue salvado gracias a que un magistrado paisano del pueblo de Villarrubia de Santiago (Toledo) consiguió eludir y esconder la sentencia de muerte dictada por otros jueces. Consiguientemente indultado, Monzón comenzó su terrible peregrinar, el de tantos opositores antifranquistas. Ingresó en el convento de San Pascual en 1940, habilitado como cárcel, y allí, acaso contagiado por el espíritu ilustrado de la musicalidad arquitectónica de Sabatini o quizás por el deseo de garantizar el sustento y sobrevivir al hambre y a la muerte, Ángel se enganchó a la rondalla carcelaria, mitad orquestina, mitad banda. Y tocó, cantó y rasgueó cuerdas. Bajo los arcos de San Pascual, en el patio del convento sabatiniano, dejándose arrebatar por las rigurosas líneas neoclásicas de las fachadas.
Ángel  Monzón Castaño, fila inferior, en el centro de los tres que están agachados. Prisión del Convento de San Pascual, Aranjuez, Madrid. 1940.

Trasladado al madrileño degolladero de Porlier, antes y después prestigioso colegio Calasancio, Monzón Castaño permaneció allí tres terribles años presenciando asesinatos, maltratos, sacas, torturas y desapariciones. Un calvario del que se pudo librar al ser trasladado a un batallón de castigo de presos que construían un ferrocarril cercano a Colmenar Viejo. Lo que creyó que era un destino de exterminio quizás acabó por salvarle la vida al alejarle del matadero madrileño y comenzar a redimir pena. Porque entre los forzados, Ángel comenzó a reducir su condena y a recuperar su habilidad con la bandurria y la guitarra. Indultado condicionalmente a finales de 1945, Angel retornó a la vida civil, a las penurias y a la escasez, pero el ejercicio de la música y el recuerdo de las formas clásicas evocadas por la arquitectura de Sabatini contribuyeron a recuperar su equilibrio y su autoestima. Ángel Monzón Castaño no olvidó nunca sus años de penalidad y tampoco a algunos de sus compañeros que aparecen con él en las fotos que me envía su hijo: Carlos Fernandez Chapí, (nieto del compositor), de pie con gafas y traje oscuro; Gregorio Martínez Sáez; Jose Alonso Soto; Ángel Camero; Julio Peña... Todas las imágenes fueron tomadas en el terrible campo y cárcel del Convento de San Pascual, Aranjuez en 1940. Todas reflejan los rostros de hombres duros, supervivientes de mil batallas con ejércitos y mil escaramuzas con la vida. Y es aquí cuando el río de la vida nos encamina hacia su último meandro. Ángel Monzón Tizón, hijo de Monzón Castaño, acabó recalando en una empresa de construcción. Por los años 60 y 70, coincidió allí con Ernesto Sempere Villarrubia, protagonista frecuente de muchas de mis entradas del blog, y a ambos ocasionalmente les unió el amor por la música, la guitarra y y arte. Quizás ninguno de ellos supiera que un pasado común pleno de muertes y represalias les vinculaba. Pero ambos eran conscientes de que les unía el espíritu puro de la música excelsa, la quintaesencia neoclásica elevada a melodía pedrestre, el alma de las lineales formas de un Sabatini mixturadas con los compases ensoñadores de Boccherini en paseos al atardecer por los jardines de Madrid. O muy probablemente, el aterrador recuerdo de los horribles patios carcelarios de los lugares de exterminio franquistas, sólo aliviado por el son de una vieja guitarra en manos de un triste republicano.

Ángel  Monzón Castaño, de los cuatro que aparecen en primer término, el segundo por la izquierda. Prisión del Convento de San Pascual, Aranjuez, Madrid. 1940.

Ángel Monzón Castaño falleció en 1998. Ernesto Sempere Villarrubia en 2005. A ambos les unió el amor por la música, el arte, la belleza, la cordialidad con los amigos y el trabajo. A ambos les echamos de menos.